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sábado, 22 de agosto de 2009

LOS MUERTOS Y LAS APUESTAS


LOS MUERTOS Y LAS APUESTAS

Sentado en uno de los bancos del cementerio pude sentir a mi alrededor la frialdad de la mañana, y entonces lamenté no haberme vestido con más indumentaria de abrigo. “...hoy hace frío. Llévate el chaquetón.” Me dijo mi mujer cuando me preparaba para asistir al entierro de un conocido cuyo funeral tuvo lugar aquella mañana de sábado.
Sabía que el oficio religioso iba a celebrarse en la capilla ubicada dentro del camposanto, el más antiguo de la ciudad, absorbido y rodeado hacía ya tiempo por el implacable paso del crecimiento demográfico y urbano. Una vez cumplimentado el acto protocolario del pésame a los familiares acompañé a la comitiva desde la sala de duelo hasta la recoleta construcción que, marcando el centro geométrico del recinto, alberga la capilla que allá por cada primero de noviembre sirve para la Eucaristía vespertina de Todos los Santos.
Vino entonces a mi memoria el recuerdo impactante de un hecho grabado en el consciente individual:

“Una tarde de mi niñez, acompañando a mi madre en una de sus visitas al cementerio, observé a través de los ventanales de la capilla que habían depositado un féretro. Tenía la tapa abierta y en el interior reposaba lo que a mi parecer era un muñeco, dado el mustio color que presentaba su piel.
En mi curiosidad infantil persistía la contemplación de aquella escena, inusual y extraña a la vez: la puerta de la capilla se hallaba cerrada, nadie ‘vivo’ ocupaba la estancia y sin embargo un ataúd con un cuerpo ‘irreal’, a mi entender. Yo observaba con miedo e intriga al mismo tiempo. No se trataba de un maniquí, que era lo que yo creía que veía, sino de un difunto con la apariencia cromática de la piel propia de los sujetos post-mortem.
Miraba y remiraba para tratar de asegurarme si era una cosa u otra y aunque por mi edad lógicamente no podía estar muy versado en semejante materia, me inclinaba a creer que allí había un muñeco y no un cadáver, pues aquella situación me resultaba del todo atípica. Recuerdo aquella escena ‘vista’ desde mi exterior, desde un plano cinematográ-fico, como si la cámara efectuara un barrido general para visualizar en retazos cada fragmento de aquel episodio con su puesta en escena virada ligeramente a sepia, ese desvaído tono con que suelen recordarse las vivencias en nuestra memoria. Y algo que me estremeció fue el comentario que hicieron unos niños que en ese momento pasaban por aquel lugar y vieron la misma escena: “...sí, ves, es un muerto”.
Aquella afirmación disipó de golpe mis dudas y mi diálogo interior se trocó en miedo ante lo que me parecía tan ilógico, es decir, un muerto alli depositado sin compañía que lo velase, y yo también a solas tras la ventana, pues los niños tal como llegaron siguieron calle abajo sin inmutarse y dejándome petrificado de terror durante unos instantes en los que no pude moverme debido a la impresión que me causó aquel comentario, pronunciado vacíamente, como quien dice cualquier banalidad. Al fin y al cabo, era la primera vez que ‘veía’ un muerto de verdad.”


Momentos, instantes, pasajes en los que invariablemente me dedico a reflexionar sobre la manida cuestión del mundo de los vivos y los muertos, del más allá y del más acá.
De nuestro vivir cotidiano, queriendo abarcarlo todo, menospreciando el tiempo valioso que se nos escapa entre las manos, que no vuelve a pasar por nuestra puerta, sin que ello nos importe lo más mínimo, pues arrogantemente creemos disponer de todo el que nos dé la gana.
De regreso a casa, paseando bajo el tibio sol del mediodia, pasé por la puerta de un establecimiento de apuestas de loterías y demás cantos de sirena, donde, quién no algunas veces, nos dejamos atraer con sus expectativas de ilusorios millones.
Como es natural, una pequeña fila de mis congéneres esperaba su turno para costear las apuestas de números del azar que el idem se encargará de combinar de cualquier manera, menos de la que debería haber sido.
Continué el paseo pensando que momentos antes había contemplado el último pasaje de la vida de alguien a quien ya poco le importaban las apuestas y sus mágicos premios.
Pero no es menos cierto que a muchos de los que aún estan ‘aquí’, ese poquito de ilusión materialista los mece acunadamente, dormidos bajo los efectos de un deseado vil metal que apague la llama de sus artificiales anhelos...
Mi conciencia, cual redoble de tambor, perfora la realidad que lucho por comprender.

PACO RODRIGUEZ (Marbella, 1995)

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