EL DE LA MESA DE AL LADO
- ¿Qué vas a tomar? Pregunté a mi mujer en presencia del camarero.
Un té con leche, por favor.
- A mi me pone un café cortado, gracias.
Solemos invertir una porción de tarde cada viernes en la cafetería, para poder comentar algunos asuntos, en torno a algo bebible, fresco o caliente, dependiendo de la estación correspondiente.
Unas veces nos falta tiempo y otras liquidamos los asuntos en dos minutos, por lo que el resto del tiempo nos escrutamos abiertamente con la mirada, intuyendo sensaciones el uno del otro, inventando pareceres y diluyendo gramos de rutina en la esperanza venidera.
Incluso a falta de provechosos menesteres, oso aventurarme con el sentido de la vista allende los límites que me marca la mesa y la silla donde reposo, solapando el panorama, bien a proa, babor o estribor, ya que a popa no hemos sido dotados al efecto por la madre naturaleza.
Ayer, frente a nuestra mesa, otra con mayor número de personas a su alrededor me hizo detenerme unos instantes, curioseando simbólicamente entre ellos, contando el número de plazas y el total de especímenes de cada sexo.
Cinco féminas y un sólo varón, inmersos en un parentesco común, según me pareció una primera ojeada a sus poses.
El hombre estaba situado, desde mi perspectiva, de perfil, dominando desde su ubicación al resto de sus acompañantes, a quienes escuchaba pacientemente, limitándose de vez en cuando a efectuar leves balanceos de cabeza a modo de banal asentimiento. No recuerdo haberle visto mover los labios para intercambiar con ellas palabra alguna. Sólo miraba, escuchaba –supongo- y asentía. El gesto de estar sin llegar a estar del todo, en una pose de desgana y a la vez de disimulada atención.
Se trataba de un hombre de mediana estatura, aséptica indumentaria, con gafas de las de ‘ver’. El pelo, ya blanco, aún abundante a pesar de la edad, esa edad en la que se ve de lejos la juventud plena y se afronta con mayor o menor talante la evidencia del ocaso.
El por qué me llamó la atención ese grupo en torno a la mesa fue por el periódico que delante de sí tenía esa persona. Sobre la mesa, y por el grado de ‘deterioro’ aparentaba haber sido comprado instantes antes, o bien había sido ya leído con tal cuidado que el trasiego de las páginas lo había mantenido intacto.
La tipografía que yo conseguía entrever desde mi situación no me permitia adivinar el nombre del diario en cuestión, pues el hombre lo rodeaba entre su cuerpo y los brazos. Curiosidad. Maldita –o bendita- curiosidad. ¿Qué periódico era? ¿Y qué más da? ¿Qué carajo me importa? Pues no. Yo seguía escrutando la visual en aras de su identificación plena. Es curioso lo absurdo que puede llegar a ser algunas pautas de conducta y fisgoneo.
Intenté asociar hombre y diario según la apariencia de aspecto personal que me sugería. Por la edad y el modo de estar, daba apariencia de un adusto conservador ya de vuelta de todo y al mismo tiempo se asemejaba a ese profesor universitario ya desaparecido, famoso en su vejez por la autoria de célebres bandos municipales editados en la capital del Reino.
El periódico seguía sin mostrarme su nombre, agazapado entre la horizontal de la mesa y la obstinación posicional del brazo de su dueño.
Identificarlo me resultaba totalmente necesario para poder imaginar la forma de ser y pensar de aquel hombre. De su idea general de la vida, la guerra y el todo en definitiva. De su vida laboral, de sus gustos y aficiones, amalgamados en un guión del que suelo hacer uso en mis cazoleteras incursiones reflexivas.
En un momento determinado, el camarero se acercó a su mesa con la bandeja de la consumición. El hombre hizo un movimiento exacto al que yo hago cuando a mi me toca. Cogió raudo el periódico y tras doblarlo sin miramiento se lo puso entre su espalda y la silla. Esto ocurre cuando hay que despejar la mesa para dejar sitio suficiente, liberándola de todo elemento superfluo.
En el movimiento de la citada doblez, aquel periódico me mostró al fin el dato que me faltaba en mi composición de lugar: se trataba de un ejemplar de ‘EL PAIS’.
Quién lo diría. Es cierto aquello de que las apariencias engañan –normalmente-.
Imaginaba al hombre y sus posturas ideológicas en base a su mera presencia de aspecto, dándose en este caso la dualidad válida de ambos polos –la derecha y la izquierda a la vez-.
El hecho de yo saber cual era el diario que habitualmente leía esa persona, me sugería la afinidad de sus ideas con las del espiritu que alumbra dia a dia la trayectoria de un periódico. ¿Deben ser coincidentes? No necesariamente, por supuesto. Pero no cabe duda que todo ciudadano aficionado y habituado a seguir la actualidad la busca a través de los medios de comunicación afines –en lo posible- a su ideología, sin que ello signifique el hecho generalizado de este planteamiento.
Mientras él daba buena cuenta de lo que le habían servido a la mesa, continuaba sin inmutarse con la misma actitud, escuchando y mecánicamente asintiendo con la cabeza, aunque ahora además enguyendo la frugal pitanza.
Y mientras, yo seguía con mis asuntos reflexivos, que me llevan invariablemente a la frase hecha de ‘meterme en camisa de once varas’ imaginarias, con las cuales agotar los minutos que me separan del final de mi taza de café.
© Paco Rodríguez
- ¿Qué vas a tomar? Pregunté a mi mujer en presencia del camarero.
Un té con leche, por favor.
- A mi me pone un café cortado, gracias.
Solemos invertir una porción de tarde cada viernes en la cafetería, para poder comentar algunos asuntos, en torno a algo bebible, fresco o caliente, dependiendo de la estación correspondiente.
Unas veces nos falta tiempo y otras liquidamos los asuntos en dos minutos, por lo que el resto del tiempo nos escrutamos abiertamente con la mirada, intuyendo sensaciones el uno del otro, inventando pareceres y diluyendo gramos de rutina en la esperanza venidera.
Incluso a falta de provechosos menesteres, oso aventurarme con el sentido de la vista allende los límites que me marca la mesa y la silla donde reposo, solapando el panorama, bien a proa, babor o estribor, ya que a popa no hemos sido dotados al efecto por la madre naturaleza.
Ayer, frente a nuestra mesa, otra con mayor número de personas a su alrededor me hizo detenerme unos instantes, curioseando simbólicamente entre ellos, contando el número de plazas y el total de especímenes de cada sexo.
Cinco féminas y un sólo varón, inmersos en un parentesco común, según me pareció una primera ojeada a sus poses.
El hombre estaba situado, desde mi perspectiva, de perfil, dominando desde su ubicación al resto de sus acompañantes, a quienes escuchaba pacientemente, limitándose de vez en cuando a efectuar leves balanceos de cabeza a modo de banal asentimiento. No recuerdo haberle visto mover los labios para intercambiar con ellas palabra alguna. Sólo miraba, escuchaba –supongo- y asentía. El gesto de estar sin llegar a estar del todo, en una pose de desgana y a la vez de disimulada atención.
Se trataba de un hombre de mediana estatura, aséptica indumentaria, con gafas de las de ‘ver’. El pelo, ya blanco, aún abundante a pesar de la edad, esa edad en la que se ve de lejos la juventud plena y se afronta con mayor o menor talante la evidencia del ocaso.
El por qué me llamó la atención ese grupo en torno a la mesa fue por el periódico que delante de sí tenía esa persona. Sobre la mesa, y por el grado de ‘deterioro’ aparentaba haber sido comprado instantes antes, o bien había sido ya leído con tal cuidado que el trasiego de las páginas lo había mantenido intacto.
La tipografía que yo conseguía entrever desde mi situación no me permitia adivinar el nombre del diario en cuestión, pues el hombre lo rodeaba entre su cuerpo y los brazos. Curiosidad. Maldita –o bendita- curiosidad. ¿Qué periódico era? ¿Y qué más da? ¿Qué carajo me importa? Pues no. Yo seguía escrutando la visual en aras de su identificación plena. Es curioso lo absurdo que puede llegar a ser algunas pautas de conducta y fisgoneo.
Intenté asociar hombre y diario según la apariencia de aspecto personal que me sugería. Por la edad y el modo de estar, daba apariencia de un adusto conservador ya de vuelta de todo y al mismo tiempo se asemejaba a ese profesor universitario ya desaparecido, famoso en su vejez por la autoria de célebres bandos municipales editados en la capital del Reino.
El periódico seguía sin mostrarme su nombre, agazapado entre la horizontal de la mesa y la obstinación posicional del brazo de su dueño.
Identificarlo me resultaba totalmente necesario para poder imaginar la forma de ser y pensar de aquel hombre. De su idea general de la vida, la guerra y el todo en definitiva. De su vida laboral, de sus gustos y aficiones, amalgamados en un guión del que suelo hacer uso en mis cazoleteras incursiones reflexivas.
En un momento determinado, el camarero se acercó a su mesa con la bandeja de la consumición. El hombre hizo un movimiento exacto al que yo hago cuando a mi me toca. Cogió raudo el periódico y tras doblarlo sin miramiento se lo puso entre su espalda y la silla. Esto ocurre cuando hay que despejar la mesa para dejar sitio suficiente, liberándola de todo elemento superfluo.
En el movimiento de la citada doblez, aquel periódico me mostró al fin el dato que me faltaba en mi composición de lugar: se trataba de un ejemplar de ‘EL PAIS’.
Quién lo diría. Es cierto aquello de que las apariencias engañan –normalmente-.
Imaginaba al hombre y sus posturas ideológicas en base a su mera presencia de aspecto, dándose en este caso la dualidad válida de ambos polos –la derecha y la izquierda a la vez-.
El hecho de yo saber cual era el diario que habitualmente leía esa persona, me sugería la afinidad de sus ideas con las del espiritu que alumbra dia a dia la trayectoria de un periódico. ¿Deben ser coincidentes? No necesariamente, por supuesto. Pero no cabe duda que todo ciudadano aficionado y habituado a seguir la actualidad la busca a través de los medios de comunicación afines –en lo posible- a su ideología, sin que ello signifique el hecho generalizado de este planteamiento.
Mientras él daba buena cuenta de lo que le habían servido a la mesa, continuaba sin inmutarse con la misma actitud, escuchando y mecánicamente asintiendo con la cabeza, aunque ahora además enguyendo la frugal pitanza.
Y mientras, yo seguía con mis asuntos reflexivos, que me llevan invariablemente a la frase hecha de ‘meterme en camisa de once varas’ imaginarias, con las cuales agotar los minutos que me separan del final de mi taza de café.
© Paco Rodríguez
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